En algún punto, los sentimientos ofician de cronistas, y las palabras se transforman en pasos en la oscuridad ya recorrida. Huesos de Jibia publica una coqueta edición que verá la luz esta tarde.
No es difícil advertir el movimiento natural, mucho menos tomarlo como propio, del encuentro y concordancia del lenguaje ordenado poéticamente sobre las capas de lo vivencial. Generalmente se toman los rasgos estéticos del retrato para adecuarlo en un doble orden: primero, el sentido de pertenencia se instala como un puñal sensorial en el inconsciente del lector y después, ese mismo puñal es enterrado con fuerza en la inmensidad de la llanura estática del presente. Ahora bien, este movimiento solo es posible cuando las palabras encuentran su espacio dentro del abismo infinito del lenguaje.
Las palabras presentan diversos tipos de luminosidad: desde su construcción ensayan varios modos de narrar la cotidianidad y desde su significado presentan y esconden matices del claroscuro dentro de una sucesión de recorridos por el escriptorum de la corteza emocional de su arquitectura. Las palabras son, en definitiva, sumergirse en la respuesta sin pregunta; todo aquello que haya empezado a respirar a través del registro de la nada y del todo, de la vida y la muerte, es historia inmediata y eterna.
La poeta Vilma Sastre (Alpachiri, La Pampa, 1950) observa, paciente por momentos incendiaria e instintiva por otros, los umbrales de la vida, recopilando y coleccionando sensaciones mediante un viaje a su centro neurálgico: comprueba que una palabra puede ser un párrafo, un corazón latiendo, y que el encuentro de las sensaciones en un espiral indefinible pero maravilloso funciona como una estructura poética en «Hacen falta molinos» (Huesos de Jibia, 2015). El amor, la locura y la literatura convergen en un caudal estrecho y fecundo, musical y fluido, que encuentra sus orillas en pequeñas puntuaciones, en paréntesis ambientadores y en un ritmo danzante.
«y la noche se extiende de espaldas/ al incendio de esta ciudad/ frente al silencio la carroña/ torbellinos de barro/ muros desdentados/ cediendo/ al ¿castigo secular?» El retrato resplandeciente iluminado, el viaje al centro a oscuras, a la noche misma de la vida: «en tanto se asoma un brazo/ enseguida/ su armadura/ deslizándose» El universo-naturaleza no deja de cumplir el doble orden antes expresado: ¿es eso extraño? En lo más mínimo, la relación es indescifrable pero imprescindible. «el agua acopia los fragmentos/ en su vientre de lluvia/ y/ cálida/ nos revuelve el rostro» Tal vez sea como explica Michel Houllebecq, secuestrando a Schopenhauer por un rato: hacer el amor sin aceptar, al menos por un rato, sin abandonarse a un cierto estado de dependencia o debilidad, es imposible.