Carlos Battilana: el poeta de Hurlingham

El autor de ‘Velocidad Crucero’ y ‘Un western del frío’ vuelve a sus raíces: «el frío, la quietud, las hojas quebradizas, el goteo de las hormigas comiéndose un árbol, la lentitud de las enredaderas, son formas mínimas de la vitalidad que me resultan fascinantes».

El poeta y editor Gustavo Alvarez Núñez ofrece una crónica desde el Oeste; entrevista a un personaje rutilante, poseedor de una poesía que oscila entre los textos académicos, el periodismo y la arista fundacional de la labor poética. 

Me da gracia leer a los hijos de Puán (esos estudiantes tan variopintos de la facultad de Letras) citar al Walter Benjamin –ese gran filósofo alemán del siglo XX, iluminador non sancto– que se jactaba de lo lindo que es perderse por las calles de una ciudad. ¡Estamos en el siglo XXI! Benjamin, obviamente –como buen benjaminiano, tan atento a los cambios y transformaciones sociales, tecnología de por medio–, usaría hoy en día GPS. Eso razoné al regresar a casa, mientras le contaba a mi pareja de cómo me perdí por las calles de Hurlingham una mañana horrible de este invierno 2015 que no deja de sorprendernos.

Me perdí por dejarme llevar por la intuición. Había pisado varias veces los pagos de Luca Prodan, el mítico cantante de Sumo. Y en ningún momento se me ocurrió encender el GPS que mi teléfono posee. Ni se me cruzó por la cabeza que contaba con esa posibilidad. Para eso están los baqueanos o los vecinos. Así que preguntando llegué a mi destino: visitar al gran poeta Carlos Battilana (Paso de los Libres, 1964), viejo compañero de lecturas poéticas en los años 90, y concurrentes ambos a los talleres de poesía que comandaba la inspiradora Delfina Muschietti.

Sin embargo, como siempre que me reúno con Battilana, el pasado se queda afuera de nuestra conversación. Somos más de ventilar las paredes de la casa del presente, ese instante que siempre esquivo logra nuestra atención. Lo más interesante es que muchas de las cosas más intensas o dolorosas de esa mañana nos las contamos mientras caminábamos por las calles del barrio. Si bien el contexto era gris, nuestras ganas de charlar ni se inmutaron de los arreglos que estaban haciendo en las calles. Cuando regresé a casa, noté que mis botas estaban todas sucias. Pero no me alteré: había hablado con un poeta.

Siento que estás en estado de gracia. Que cada libro que sacás confirma una cada vez más atrapante madurez. ¿Estoy en lo cierto? ¿Cómo lograste llegar hasta acá?
“Estado de gracia”, me encanta esa frase. Creo que está asociada a la inspiración. Hugo Padeletti, poeta que me gusta mucho, me dijo, las veces que lo vi, que creía profundamente en la inspiración. Otros poetas, que admiro también, me han dicho algo similar. Sin embargo, yo era, y aún soy, un poco escéptico sobre eso. Ahora menos, no tanto por una experiencia personal como por las voces que me hablaron de ella, voces de autores que respeto en su densidad intelectual y en su poesía. A mí siempre me gustó el trabajo; trabajar sobre los poemas. Escribirlos con los distintos rituales que cada uno tiene, incluso como un acto de voluntad, pero sobre todo lo que más me gusta es esa tarea posterior a la escritura: ver cómo funciona el ritmo, la manera en que se acomodan los versos, sentir casi en términos físicos cada una de las palabras. En este último tiempo comprobé que había una especie de acumulación, una acumulación expansiva de lo que había escrito, una suerte de imaginario de muchos años que había construido y que de repente estaba allí. Esa será, entonces, mi inspiración: una especie de inspiración pretérita más que futura: la presencia de aquello que estaba en mi mundo (los pueblos de la costa al borde del desierto, los pueblos de la provincia de Buenos Aires, el jardín del conurbano, la intimidad de mis afectos y de mis hijos, la primera infancia en la frontera con Brasil, el frío). A todo eso le fui dando palabras, trabajosamente, hasta convertirlo en algo posible de ser.

En términos de edición, venís prolífico. El año pasado lanzaste Velocidad crucero y otros poemas, que tomaba poemas de tres libros anteriores y una nueva colección de textos; y en estos días apareció Un western del frío. ¿Es un ritmo paralelo? Digo, ¿publicás todo lo que escribís? ¿O hay mucho material aún inédito?
Sí, hay mucho material inédito. Como presumo tiene la mayoría de los poetas. Escribí desde chico, pero no bajo el influjo de la inspiración ni de la fluencia, sino bajo el signo del esfuerzo, como te señalé. Pero me ha gustado tanto escribir, reescribir, armar libros como pequeños artefactos o artesanías, que ese esfuerzo siempre resultó placentero. Estos últimos años algunos amigos de muchos años, poetas y editores, se interesaron en mis poemas, esos poemas que salieron un poco silenciosamente. Gustavo López, el editor de Vox, y una enorme persona, cuando publiqué Un western del frío me dijo una frase que sentí como un elogio: “Publicaste siempre sin forcejeos”. Se editaron libros nuevos y se reeditaron algunos que ya había publicado, El lado ciegoMateria. Son pequeñas editoriales, de escasa visibilidad, pero de una energía increíble; la poesía argentina es un universo de fuerzas y voluntades inmensas. Me encantan esas editoriales, y las quiero nombrar como forma de agradecimiento: Vox, Zindo & Gafuri, Viajero Insomne, Conejos, La Sofía Cartonera, Viajera. Respecto de la escritura, sueño con tener un año sabático para armar los libros que ya escribí, darles una organización. Pero no tendré ese año sabático.

¿Y qué vas a hacer?
No importa. En algún sentido sigo escribiendo, tal vez por miedo a dejar esa especie de magia de la atención y el esfuerzo que es la poesía para mí, pero me propuse este tiempo futuro tratar de ir concluyendo algunos proyectos. Sé que esos proyectos son oxígeno, la posibilidad de que haya un futuro y posiblemente tienen que ver con mis obsesiones y fantasías, y también con mis alegrías. Así está bien. Funciona para mí. En algún punto raro, mi deseo es terminar de escribir; decir: “Ya escribí”, “ya dije lo que quería decir”. Pero la cita de Estela Figueroa al principio de Un western del frío plantea que todavía hay algo más para decir: “A veces creo/ que todo lo que tenía para escribir/ lo he escrito.//No obstante me persiguen/versos como éste./ ‘¡Id, cantos míos!’”.

Sin embargo, me imagino que aún quedan cosas en el tintero. ¿Qué hay de esos diez ítems que te planteaste de acá a futuro?
Respecto de las cosas que quiero hacer son varias. Por lo pronto, concluir un par de artículos con los que me comprometí sobre poesía argentina, compilar un libro de artículos de César Vallejo con un prólogo para la editorial de una amiga (librera, editora y poeta) y reunir un libro de ensayos de poesía argentina, cosas que ya escribí estos años sobre Juan Manuel Inchauspe, Estela Figueroa, Juan L. Ortiz, Darío Canton y poesía producida durante la dictadura. Y darle forma a un libro que se llama Paso de los libres, y otros proyectos en los que necesito un poco de tiempo y tranquilidad para poder armarlos, porque ya están escritos. Como es el caso de un libro de viajes por los pueblos de la provincia de Buenos Aires: son notas que fui tomando hace más de diez años cuando viajábamos con mi mujer Cris y mis hijos en nuestro Fiat 147 a distintos pueblos (Chivilcoy, Saladillo, Roque Pérez, Azul, Mar del Sur, 9 de Julio, Carlos Pellegrini, etc).

¿De qué iban esos viajes?
Esos viajes, me parece, un poco impulsivos, necesarios, no tenían que ver tanto con el turismo sino con la experiencia de la exploración. El turista, de alguna manera, se asegura antes de viajar, a veces mediante folletos o agencias de viajes, las cosas que va a recorrer. En cambio un viajero es un explorador, ¿no? Y nosotros, a mínima escala, en ese entonces fuimos pequeños exploradores de pueblos. Estábamos acicateados por Julio Verne, y hacíamos descubrimientos. (Risas) La posibilidad de reescribir y armar esos textos me dan sosiego, en alguna medida, tratan de alejarme de la ansiedad y la incertidumbre, tal vez son pequeñas fugas que me permiten mirar el futuro. Son cosas que ya escribí, pero hay que organizarlas. Y aún casi todos los días escribo en cuadernitos, pero eso será para otra etapa. Todo esto me hace acordar a Darío Canton, ese extraño escritor, en medio de sus proyectos poéticos, y de su locura razonada. (Risas)

Uno de los poemas que sobresale en Un western del frío es “El dulce porvenir”, que tiene un aire de manifiesto a lo Allen Ginsberg. Cuando lo leíste en la presentación de Velocidad crucero… en el Rojas me llamó la atención, porque rescata un tono al que tu poesía no es tan adepta. ¿Lo ves así?
Esa noche lo leí por segunda vez; la primera vez lo leí en casa de la poeta Graciela Perosio, en una reunión a la que me invitó. Creo que me emocioné. Ese poema lo escribí hace varios años, una vez en la que estaba cambiando a mi hijo adolescente en el baño, mientras esperaba la combi que lo venía a buscar para el centro terapéutico al que asiste. Luego de vestir a mi hijo durante varios años, de prepararle el desayuno, de levantarme temprano para que todo estuviera listo, yo terminaba agotado, y entonces recordé a muchos de los poetas con los que conversábamos desde jóvenes, poetas excelentes, en las reuniones de los sábados en el café Alabama. Hace mucho que no los veo, pero me encantaban esas reuniones. Al único que veo de ellos con cierta frecuencia es a Osvaldo Bossi. Con Osvaldo hemos mantenido una amistad. Ese poema fue como una especie de condensación del tiempo, mientras abrazaba a mi hijo, lo amaba. Entre tantas cosas, no sé por qué, también recordé el 148, la línea El Halcón, cuando yo viajaba a Bernal a dar clases a una escuela nocturna, desde Constitución, colgado en el bondi. Todo eso pensé.

Tu escritura se balancea entre los textos académicos, las colaboraciones periodísticas y la poesía dura y pura. ¿De qué modo formateas a tu cabeza para que cada práctica no se vea invadida por la otra?
Siempre me interesó aprender. Estudiar. No viví con conflicto esa especie de axioma o lugar común: “estudiar la carrera de Letras te impedirá escribir”. No. Yo intenté aprovechar a leer muchos autores que, de otra manera, no lo hubiera hecho. Intenté estudiar. Y luego aprendí preparando clases. Enseñé en diversos lugares y desde hace mucho enseño literatura latinoamericana en la facultad de Letras; allí aprendí a amar a Sor Juana, a Martí, a Darío, a Asunción Silva. Y, por supuesto, a Vallejo, y a tantos otros. Amar y escribir. Seleccionar, pensar, analizar sus procedimientos, sus poemas es un gran aprendizaje. La tarea de demorarse en la lectura de los poemas, y de enseñarlos por varios años, no me resulta cansadora, al contrario.

Entonces…
Escribo poesía. Siempre lo hice, y siempre reconocí que eso era gravitante en mí. Decía Octavio Paz en La otra voz: “Quise ser poeta y nada más”. Y, sin embargo, además de poeta, es un brillante ensayista. Los románticos alemanes decían que la actividad crítica era una prolongación de la actividad poética: todo poema tiene un germen crítico que puede ser desplegado. Los románticos alemanes fueron grandes poetas, y teorizaron sobre la crítica de poesía de manera decisiva, y cuya actualidad se puede constatar, lejos de ciertos estereotipos edulcorados con los que se pensaría, a priori, el romanticismo. Walter Benjamin, nada menos, dedicó un libro sobre el tema: El concepto de crítica de arte en el romanticismo alemán. Ese libro más que una escisión entre poesía y crítica, enseña su vínculo, la idea de la prolongación de una sensibilidad que puede desplegarse. Escribir crítica es una forma del aprendizaje de la poesía.

¿Cuándo se vendrá el libro despojado y crepitante cuyo título sea sólo Hurlingham?
Creo que en mis últimos libros, Velocidad crucero y Un western del frío, Hurlingham está presente de manera esencial; la idea del jardín, un jardín no muy exitoso, y sin embargo encantador en su intemperie, me ayudó a pensar en una retórica vital, lejos de una retórica vitalista, lejos de una retórica concebida previamente como vital: el frío, la quietud, las hojas quebradizas, el goteo de las hormigas comiéndose un árbol, la lentitud de las enredaderas, son formas mínimas de la vitalidad que me resultan fascinantes. Volví a Hurlingham luego de muchos años de vivir en Capital; instalé un escritorio frente al jardín, en una habitación, y empecé a ver el jardín del conurbano profundo a través de la ventana, vi el paso de las estaciones en ese espacio de tierra. Y vi, también, cómo transcurría el año a partir de los cambios casi imperceptibles que allí acontecían mientras escribía, o preparaba clases, o corregía exámenes: el pasto se ponía amarillento, las plantas tardaban en crecer, las enredaderas que plantaba se morían, y yo insistía en ver fascinante a ese jardín.

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